Atrapada en un lugar del espacio-tiempo indeterminado, la mansión —cuyos habitantes no pueden abandonarla pues han sido seducidos por ella —, puede despertar en cualquier lugar o época de un modo imprecedible. Eso lo decide la pluma del escritor o escritora que se aloje en Mhanseon. Pero… ¿quién vive en la mansión? Pasa y lo comprobarás.

7 de mayo de 2012

Crónicas de Rhen-Aniam por Laura Frost




El crepúsculo en la estación de tránsito siempre era frío y silencioso en aquellas tierras inhóspitas del norte. Aunque Rhen-Aniam estaba gobernada por dos largas estaciones extremas —Rhen, cuando los días son largos y calurosos a excepción de Frozen Lands, y Aniam, cuando el azote de los vientos helados del norte devastaban todas las regiones imponiendo en el paisaje cientos de tonalidades de blanco—, con ellas convivían armoniosamente los tránsitos, unos cortos periodos de tiempo donde las temperaturas se suavizaban y en los que las distintas regiones de Rhen-Aniam se enarbolaban de vida. Los habitantes de aquellas tierras veían trascurrir sus vidas entre la impenitente circunferencia que imponían esas dos grandes estaciones extremas y sus pequeños tránsitos.

Kirlam había nacido en Rhen- Yatsu, el tránsito hacia el fuego y eso le convirtió desde su nacimiento en un ser especial, una raya en el agua que se produce una vez cada miles de años.

Hasta aquel momento nunca habían nacido niños humanos en los tránsitos, solo las hadas gozaban de ese privilegio y ellas habitan en la región de Los Lagos, muy lejos de las Montañas Circulares y jamás se mezclan con los humanos. Pero Kirlam no era solo humano y Sardack —la Reina Sapo—, lo sabía. Veintiocho ciclos atrás, la reina había lanzado sus huestes personales, la guardia más cruenta que se pueda imaginar liderada por el impasible Zolden, y tras arrasar con todo el clan había secuestrado al bebé de pecho que aún era Kirlam para educarlo bajo su tutela y su mando en las artes de la magia negra, inculcándole cada día, con laboriosa tenacidad, los principios que sostenían su imperio de terror. Ahora su nombre era Kirlam Temed.


Tras una larga jornada de viaje, Kirlam no había vuelto la vista atrás. Para él abandonar Frozen Lands estaba acompañado de una sutil amputación emocional y se reconocía inútil en controlar el desasosiego iracundo que le producía aquel abandono forzado al que se veía sometido cada vez que Sardack despertaba con uno cualquiera de sus caprichos atizados por el ansia de poder y control. Espoleó ligeramente los flancos de su montura para traspasar los límites de aquellas lejanas latitudes del norte, y allí donde el paisaje abandonaba el escenario blanco para dar lugar a unas tenues briznas de ocres y un poco de vegetación, desmontó del caballo. Atrás quedaron los escarpados pináculos de hielo que reconocía como su hogar y torciendo el gesto se dispuso a localizar un lugar donde montar un pequeño campamento y descansar. El deshielo primaveral repoblaba los arroyos de agua cristalina y cerca de uno, flanqueado por los primeros árboles de las llanuras, su caballo se regocijó del primer descanso, justo en el momento en el que las dos lunas de Rhen-Aniam se alzaban en el cielo. Una enorme y amarilla, otra mucho más pequeña y de un verde luminoso, como una esfera esmeralda.

Kirlam lanzó un hechizo de fuego sobre algunos troncos que recogió en silencio y, sin un ápice de apetito, se recostó sobre un lecho tosco que improvisó con algunas pieles que portaba. A su lado, muy cerca, para poder ser blandida con la velocidad de un haz de luz, descansaba Larost, la espada mágica. Como todas las noches, desde que fue despojado de su infancia en las Montañas Circulares, el joven hechicero no podía dormir. A lo lejos podía oír los graznidos de Wyeth, el águila que constituía su ser protector, que posiblemente habría encontrado algún roedor para comer. El agua que fluía en el arroyo cercano lanzaba un murmullo tranquilizador, una melodía cristalina que se asemejaba a una canción de cuna y dejándose mecer por ese arrullo cerró los ojos y el sueño, inquieto y desconcertante como todas las noches, le atrapó.

— Mmm — Akane se agitó ligeramente sobre la cama y buscó con la mirada a Liam que estabasentado frente al escritorio —. No entiendo cómo puedes teclear aún en esa antigualla. ¿A ti no te dice nada la palabra Apple? 


— Vaya, lo siento, te he despertado — se disculpó con una pequeña mueca de culpabilidad—.

- Sabes que me gusta escribir en esta máquina, pero dejaré de hacerlo si no te deja dormir.

— En absoluto, me ha despertado la sed — Akane se bebió un vaso de agua sin respirar y volvió a recostarse—. Soñaba con agua, agua de un arrollo y un hombre castaño de ojos ambarinos. 

- Era guapo, ¿sabes?

— Vaya.

Liam se dedicó unos segundos a reflexionar sobre lo que Akane acababa de decirle, no en vano su historia parecía que había abandonado las páginas y en una procesión de minúsculas letras aladas se había colado en el sueño de Akane cobrando vida después. Cuando se giró para compartir con ella su descubrimiento, la pequeña japonesa ya estaba dormida.

— Será casualidad — murmuró para sí y encendiendo un cigarrillo continúo aporreando las teclas de aquella Olivetti 64.

Los primeros rayos del Gran Sol juguetearon sobre el rostro del joven hechicero, aunque eso no le resultó tan molesto como el hecho de sentir las minúsculas patitas de un insecto justo en la punta de su nariz. Sosteniendo la respiración intentó conjurar un hechizo silencioso para congelarla y entregarla como regalo a Sardack — de todos era sabido que la vieja reina se complacía coleccionando las almas de las hadas en una pequeña y sutil venganza personal—, pero la inquieta libélula se alzó en vuelo con agilidad y aunque Kirlam, humillado y tocado en su autoestima por ser ninguneado por un insignificante insecto, se levantó y quiso atraparla con las manos, erró en su intento.

— ¡Estúpidas hadas! – espetó mientras escupía en el suelo.

Al igual que Kirlam poseía un águila como ser protector, aquella libélula debía ser su equivalente de un hada del clan del agua, o lo que es lo mismo, las hadas oscuras. A diferencia de los humanos, los seres protectores de las hadas podían separarse de ellas durante largos periodos de tiempo y a largas distancias, por lo que el hechicero negro no se molestó en considerar que alguna de ellas pudiera andar cerca, aunque la expresión ceñuda de su rostro no disimulaba la aversión que sentía por aquellos seres mágicos y terriblemente hermosos.

Antes de levantar el improvisado campamento, Kirlam se acercó al arroyo para echarse un poco de agua fría sobre el rostro y despejar la mente, solo dos jornadas de viaje le separaban de Kenora-Ut, la gran ciudad, y aunque se imaginaba los oscuros móviles que tenía Sardak para desposeerle de su merecido descanso en Frozen Lands, prefirió conservar la mente en blanco. Kenora-Ut era la ciudad más importante y el centro neurálgico de todas las decisiones políticas y económicas de Rhen-Aniam, y tras sus enormes murallas se encontraba el palacio de Sardack, una fortaleza de cristal y polvo de meteorito de la que sobresalían siete torres talladas en cristal de color y al que había que acceder atravesando siete círculos concéntricos de agua y cuyos puentes cambiaban de lugar a placer. Cuando Kirlam atravesaba el último de ellos, y a pesar de que la enorme capa de viaje con capucha ocultaba completamente su rostro, las trompetas de la torre principal comenzaron a sonar en un gesto de bienvenida. Por mucho que intentara disimular, el porte y el aura del hechicero eran reconocidos en todos los rincones de la gran ciudad, no en vano, era el hijo de la reina y como tal era respetado y temido.

Se detuvo en la puerta principal del palacio y levantó ligeramente el brazo derecho. Wyeth, desde el cielo, comprendió que Kirlam le llamaba y en un elegante vuelo descendió para posarse sobre el antebrazo protegido con un grueso brazalete de cuero repujado. Desmontó del caballo, extrajo a Larost de su funda en la montura y se la caló en la cadera, y junto a Wyeth se dispuso a flanquear las puertas del Gran Salón.

— Pórtate bien — le susurró al águila, que le devolvió un gesto de asentimiento y un pequeñopicotazo en el cuello. Kirlam sonrió.

—Vale, me portaré bien — murmuró Akane en mitad del sueño—. Pero ya sabes que hay algo en ella que no me gusta.

Liam detuvo el teclear sobre la Olivetti y se giró para confirmar si había sido Akane la que había hablado. Se acercó a ella y le rozó la frente, no sudaba ni su sueño parecía inquieto, más bien todo lo contrario, una sonrisa placentera se le extendía sobre el rostro. La arropó y la besó antes de continuar con su historia, aquella noche se sentía especialmente inspirado. Entonces Akane murmuró de nuevo:

— No me importa que sea tu madre. Ella te engaña, lo sé.

— Akane, Akane — susurró Liam a su lado mientras le acariciaba el rostro—. Estás hablando en sueños. Tranquila.

— Eh, ¡ahí hay un ratón! — articuló la chica en un tono jovial —. Ahora vuelvo.

Acto seguido, Akane se sumió de nuevo en las profundidades del sueño con tanta entrega que
comenzó a roncar, y Liam, aunque algo sorprendido por el extraño diálogo de la muchacha, se dispuso a continuar con su trabajo. “Hubiera jurado que se trataba de la mismísima Wyeth”, pensó para sí y encendió otro cigarrillo. 

De acuerdo con la tradición, el Gran Salón había sido decorado para celebrar las fiestas de Rhen-Yatsu y pequeños lagos con nenúfares se suspendían mágicamente a lo largo de la estancia aportando una humedad que a Kirlam le resultaba insoportable. Eso y el olor de los cientos de flores que decoraban las paredes a modo de guirnaldas y que a él se le antojaban, como mínimo, innecesarias.

Se situó en el círculo de mármol, el cual se presumía marcaba el centro exacto del Gran Salón y que estaba destinado a iniciar el tratamiento con la reina. A pesar de que él no lo necesitaba, y que hubiera podido ir directamente a los aposentos de Sardack, Kirlam gustaba de irritar a su madre haciendo un uso meticuloso del protocolo y la tradición.

— Vaya, el hijo pródigo se ha dignado a atender los deseos de su madre— la voz súbitamente irritada de Sardak le extrajo de sus cavilaciones.

— Madre — Kirlam inclinó la cabeza en gesto de pleitesía.

— ¡Déjate de estupideces, Kirlam! -Sardack tomó asiento en el ostentoso trono de madera de espino con incrustaciones de gemas preciosas. Justo a su lado croó su ser protector, el enorme y verrugoso sapo, Pentibell.

— Querida madre, imagino que debes tener una razón muy poderosa para haberme arrebatado de mi muy merecido descanso.

— La tengo, querido — y justo cuando la reina sonreía socarronamente, Pentibell lanzó su
larguísima lengua sobre una mosca que deglutió con un pomposo movimiento de su boca.

— Y, ¿de qué se trata?

— De Lyla Libélula — masculló Sardack con un gesto de repulsión.

— Y, ¿qué ha hecho ahora esa ridícula Hada Pirata? — Kirlam había colocado al hada del clan del agua aquel apodo porque su actitud desafiante e insurgente ante los criterios de la reina así lo ponían de manifiesto — ¿Te ha despeinado, madre?

— Kirlam, no estoy para tus insolencias de niño mimado — Sardack mostraba ahora el lado más severo de su expresión, la misma que en pocas ocasiones tenía para su hijo y que Kirlam rápidamente supo interpretar como una alarma —. Esto va en serio. 

— Bien, te escucho — el joven hechicero había cuadrado los hombros y sostenía la mirada a su madre, entre ellos volvía a producirse la conexión de los aliados en combate.

— ¡Tiene un dragón! ¡Esa minúscula, insurgente y estúpida Hada Pirata, tiene un dragón!

— ¿Cómo que tiene un dragón? — a través de los ojos de Kirlam se proyectó un brillo colérico—. No se puede poseer un dragón, los dragones no se dejan amaestrar y menos montar. Incluso para un hada eso sería una tarea imposible.

— Pues te aseguro que tiene uno — Sardack chasqueó la lengua y se miró las uñas afiladas.

Nadie sabía cuántos ciclos de vida tenía la Reina Sapo, aunque se sospechaba que muchos, pues su belleza y su juventud se mantenían intactas como consecuencia de sus poderes mágicos. Pero en esa ocasión, una sucesión de afilados estratos de piel se dejó ver en la orilla de sus ojos, revelando lo antiguo y cansado de su espíritu.Si hasta aquel momento Kirlam Temed había compartido con su madre un poderoso desprecio hacia los cuatro clanes de hadas, llegados a este punto y con esa información que desajustaba su fuerza interior, su aversión comenzaba a rozar un odio profundo que satisfizo profundamente a Sardack. El juego de la reina estaba desarrollándose a la perfección y la situaba a ella en el bando claramente ganador, pues de sobra sabía que su adorado hijo solo contaba con una anotación en el haber de sus despropósitos: Jamás consiguió amaestrar un dragón.

— Está bien, ¿qué quieres que haga?

— Encuéntrala — Sardack destilaba odio en cada una de las sílabas que pronunciaba —. Y… mátala.

— ¿Y el dragón?

— Todo tuyo. Es un dragón de fuego, te gustará.

Sin mediar otra palabra más, Kirlam se giró levantando una ráfaga de aire con su capa que apagó la llama de un candelabro cercano. Wyeth, tras el copioso aperitivo, se posó de nuevo sobre su brazo, pero en esta ocasión obedeció como lo hace un niño y calló.

Ya en sus aposentos en las mazmorras del palacio, el hechicero se despojó de su ropa de viaje y tras preparar todo aquello que necesitaba para invocar el más potente conjuro de búsqueda, se colocó sobre el círculo mágico y cerró los ojos hasta alcanzar el trance. En pocos segundos su espíritu vagaba por el Enter, el espacio-tiempo dinámico que conecta a todos los seres del universo y al que muy pocos pueden acceder.

— ¿Dónde estás, Lyla Libélula?

En la profundidad de su cueva situada justo en el centro del lago negro, en la región de los Lagos, Lyla Libélula dormía acurrucada entre las patas traseras de su dragón. Cuando sintió la presencia del hechicero a través del polvo de Enter y aquellos ojos ambarinos que se posaban sobre ella con concupiscencia, se despertó sobresaltada y sudorosa.

— Me ha encontrado — le dijo a su dragón mientras se ponía en pie y trazaba círculos en el interior de su morada.

— Lo sé — contestó el dragón —. Pero hay tiempo.

El amanecer sorprendió a Liam dormitando sobre su máquina de escribir. Con la boca pastosa por el tabaco y la ginebra, se aseó un poco en el cuarto de baño y, confiando en poder dormir decentemente, aunque solo fuera un par de horas, se recostó junto a Akane. El cuerpo de la chica se movió ligeramente y con un sutil movimiento de caderas se fue acomodando en el hueco que se formaba entre las piernas y el abdomen de Liam. Él aspiro profundamente su cabello, siempre le olía a golosinas, dulce, muy dulce.

— ¿Qué vamos a hacer? — dijo Akane con una voz firme que extrañó a Liam.

— A dormir, aún nos queda un ratito.

— ¡No, dormir no! — chilló Akane y se enderezó sobre la cama cubierta de gotas de sudor frío. 

— Me ha encontrado.

— ¿Qué? ¿Quién?— Liam ya no podía dormir.

¡Chimpum!
Laura Frost

2 comentarios:

  1. Es una joya este relato, Laura, una verdadera joya, un torrente de fantasía que te atrapa sin remedio. Me encanta el juego de planos superpuestos que has creado en él.

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Al escrit@r que escribió este cuento le encantaría conocer tu opinión y aprovecha para darte las gracias por visitar Mhanseon.

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